Camila Perissé, la mujer que debió aprender a vivir con poco después de haberlo tenido todo
La actriz Camila Perissé murió a los 70 años, según confirmó el periodista Juan Etchegoyen. En el último tiempo debió batallar contra el deterioro de su propia salud y, además, con una situación económica muy delicada: cobrando una jubilación mínima y con su marido y sostén, Julio Chino Fernández, sin trabajo. Debió enfrentar una serie de internaciones y su estado anímico no era el mejor, aunque se propuso luchar hasta el final.
Su vida. Llegó a acumular 250 pares de zapatos. Le ofrecieron 15 mil dólares por pasar una noche con ella y un departamento en Barrio Norte por tenerla de amante. Fue la mujer más deseada de los 80. Se desnudó en teatro al lado de Norma Aleandro, lo que escandalizó a algunos y maravilló a casi todos. La droga la invitó a bailar, ella aceptó sin saber o sabiendo que entraba al infierno. Jugó con fuego, bailó entre las cenizas y quedó malherida. Sintió que solo le quedaba esperar la muerte, pero un hombre, Julio Chino Fernández, la impulsó a volver a la vida. Se reinventó, aprendió que vivir solo cuesta vida y se despojó de todo. Camila Perissé, retrato de una mujer guerrera.
Si algo impresionaba de Perissé no era solo su físico imponente y natural sino también sus ojos, que cambiaban de color según el ambiente. Podían ser celestes si estaba junto al mar, grises los días nublados, y casi siempre verdes. Quizás esos ojos eran reflejo de su alma: Camila podía cambiar.
Nació en Mar del Plata cuando recién comenzaba el año 1954, un 1° de enero. A los siete se mudó a Buenos Aires. Las mudanzas serían parte de su ADN: llegó a cambiar 34 veces de casa en 25 años. A los 15 la vida le dio el primer mazazo: murió su mamá. A los 18, su papá. Decidió ir -o huir- a Europa. Fue vendedora y no le gustó. Pidió trabajo en un restaurante y dos semanas después ya era jefa de cocina. Se enamoró y se desenamoró. En 1976, año difícil, decidió volver.
Se instaló con su abuela Angelita y encontró trabajo como secretaria bilingüe. Aburrida, le comunicó a su abuela: “Lo mío es ser actriz”. Angelita no se inmutó: esa nieta era digna hija de su hija, que había actuado con Libertad Lamarque, Hugo del Carril y Eva Perón.
Camila estudió teatro con Carlos Gandolfo, también con Agustín Alezzo y Hedi Crilla, los profesores más prestigiosos de ese momento. Antes, a los 15, se había recibido de profesora de danzas nativas. Debutó en el escenario con Despertar de Primavera.
Ya se sabe que el teatro da prestigio pero la tele popularidad. Y esa le llegó cuando en 1981 se convirtió en la principal acompañante de Tato Bores, en el ciclo que se atrevía al humor político en plena dictadura. Estalló la “Camimanía”. Los flashes la adoraban y los hombres también. Vivió romances con Alejandro Borensztein (el primogénito de Tato), Darío Grandinetti, Juan José Camero y Fernando Olmedo.
Las revistas la mostraban exitosa y luminosa. “Yo tenía todo. Me ofrecían de todo para llevarme a la cama. Yo jamás transé. Pensaba: ‘Aunque tengas plata, apellido importante o una bolsa de un kilo de cocaína, vos no sos nadie’. Un tipo me daba la droga, yo me la tomaba toda, y cuando me llevaba a la cama, me negaba. Al día siguiente el tipo decía: ‘El problema de esta chica es que es muy dependiente de la cocaína’. Y no me daban trabajo”. Con esa descripción tan cierta como descarnada, Perissé describió el infierno en el que se sumergió.
A partir de 1984 las revistas dejaron de hacerle notas por sus trabajos y su presencia para contar historias de droga, depresiones y hasta intentos de suicidio. Ella negaba todo. “Lo que estoy es bajoneada…”, decía. Solo muchos años después reconoció: “Estaba en un pozo. Yo ya no era nada”.
Como canta el Indio Solari, “el infierno está encantador”, pero las consecuencias no. En una nota de 1994, se sinceró. “Me drogaba, después me internaba. Cuando salía, llamaba a gente conocida, pero nadie quería verme. A la quinta negativa no llamás más a nadie. Los únicos que te dicen: ‘Venite, te esperamos’, son los del ambiente de la falopa. Y todo empezaba de nuevo”.
Fue en esa época que dejó una frase demoledora: “Ese minón cuyo culo fue deseado por millones de argentinos, también necesitaba una caricia”. La caricia no llegaba, las internaciones se sucedían. Y los horrores. Un hombre que amaba le pidió que le saliera de garante de una casa. Lo hizo. Pero el hombre la estafó. Se quedó sin casa y sin esperanza.
Comenzó a deambular. Dormía donde podía o donde la dejaban. Se quería morir. Una noche fue a un pub. Terminó tirada en el piso. Ella, el minón infernal que había enmudecido a todos con su desnudo en La señorita de Tacna, ni siquiera era sombra, era despojo. Fue en ese momento que alguien se acercó, le limpió el vómito, le dio de comer y sobre todo la abrazó como era, y como estaba. Abrazó a Camila y no a la Perissé. Ese hombre era Julio Fernández, el Chino, el dueño del pub y el hombre que se convertiría en amor y salvador.
“Sacó una manguera y con un chorro de agua helada me dijo: ‘Dale, bañate nomás…’. Así se levantó a la mina que todo un país quería. Comencé a cambiar. Yo era como un animalito herido que buscaba un refugio. Estaba entregada, y vi cómo él se movía por mí. Finalmente me di cuenta de que valía la pena vivir. Buscaba la muerte, sí, y con el Chino encontré la vida”.
Camila decidió que era tiempo de salir. Consiguió desintoxicarse. “Lo logré gracias a mí. No existe nada de afuera que te pueda ayudar. Vos podés ir a un lugar a que te desintoxiquen, pero la determinación es única, privada y personal”.
Sin un peso, con el Chino se fueron a vivir a la parte de arriba del bar. Su baño era el de clientes, donde conectaban una manguera para ducharse. En 1991 aceptó un desnudo para una revista. “Fue por un dinero infame. Pero yo me puse ahí para que se aprovecharan”.
Sin ataduras, con el Chino decidieron probar suerte en Estados Unidos en 1996. Se instalaron en Nueva York. Pusieron un bar de jugos y comidas naturales llamado Cafetín. El local era minúsculo, medía 18 metros cuadrados, pero mereció una nota en The New York Times. Siempre inquieta, recicló muebles y los vendió, se recibió de personal trainer y de terapeuta de masaje holístico. Hizo teatro callejero y se presentó a varios casting. No quedó. “Buscaban latinas y yo les daba alemana”, se lamentaba.
Entonces llegó el 11 de septiembre y Estados Unidos se puso inhóspito. Se fueron a Europa. Pivotearon cuatro años entre España e Inglaterra. En la Madre Patria pastoreó cabras y aprendió valenciano para poder dar clases de inglés. Volvió en 2007, pero la asustó la violencia que notó en la calle. Unos amigos la invitaron a Lobos y descubrió su nuevo lugar en el mundo.
Con el Chino se instalaron en un campito. Se levantaban a las cuatro de la mañana, criaban 12 perros, nunca tuvieron hijos: una histerectomía no se lo permitía. Vivían desapegados a las cosas. No les interesaba la ropa, ni los muebles, ni los autos. Si algún periodista la encontraba y le preguntaba si se arrepentía de su pasado, contestaba que no. “Hay gente que cambia de camiseta en muchos órdenes de la vida porque no se puede ni oler”, decía. Pero no solo decía: también se hacía cargo de su vida sin tirar la pelota afuera. “Me hubiera gustado que aquello no me pasara, pero somos responsables de lo que hacemos”.
Los años, los dolores, le trajeron sabiduría. “A mí me parece que todo pasa por la voluntad, no por las obligaciones. Yo veo que mucha gente está muy solita, muy desprotegida. Este es un mundo donde le va mucho peor al chiquito que aspira pegamento que al poderoso que lava narcodólares. No sé sería bueno que cada uno aprenda que quizá nadie venga a ayudarnos”.
En los últimos cuatro años comenzaron sus problemas de salud. Padecía dolores musculares y articulares y le diagnosticaron fibromialgia. Le dieron una medicación que no ayudó y que le dejó la duda sobre si no estaba mal diagnosticada y mal medicada. Un día se cayó en su casa y se rompió la cabeza del fémur. Le pusieron tres tornillos en la cadera y estuvo tres meses en silla de ruedas. La recuperación no fue la esperada y tuvieron que volver a operarla. A la precaria salud se sumó que ya no vivían en Lobos sino en una vivienda cerca de Pergamino, con bastante humedad y problemas con el agua potable.
Fue entonces que aceptó participar en ¿Quién quiere ser millonario?. Contó que a veces venía a la ciudad y que con el Chino hacían Los maestros, un espectáculo de poesía y tango. Santiago del Moro la consultó sobre su época de gloria y cómo logró sobrellevar lo que significaba en el espectáculo como ícono sexual. “Nunca me enteré, si yo me hubiera enterado hubiera sido otra cosa, En mi casa me educaron con la belleza interior, y con esa laburé muchísimo”, dijo la artista, quien señaló que el público que la seguía es “lo mejor que me dejó esa época”. “La gente tiembla y me reconoce, la gente me recuerda”, agregó, y contó una anécdota de una mujer que la cruzó en un supermercado en Buenos Aires y le dijo que tenía recortadas y guardadas cuatro frases que Camila había dicho en una entrevista en la revista Gente. “Es muy fuerte. Sin ellos no hay nada. Se acuerdan mucho de cosas que yo he dicho”.
Ante la situación de Camila varios artistas se solidarizaron. Daniel Fernández, Mimi Pons, Yuyito González y Mirtha Legrand la ayudaron económicamente para que pudiera mudarse a Mar del Plata y mejorar su calidad de vida. “No me imaginé nunca que la gente del medio iba a reaccionar de esta manera. Me hace muy feliz, porque en algún momento de mi vida los hice feliz a ellos”, dijo, muy emocionada.
Durante su estadía en Mar del Plata, Camila inició su rehabilitación, pero su salud se encontraba ya muy debilitaba, y la difícil situación económica de la pareja no permitía afrontar los gastos de su internación. Durante la pandemia se contagió de coronavirus y llegó a pesar 45 kilos. Su fuerza de voluntad, la ayuda incondicional de su marido y el tratamiento con medicinas alternativas le alargaron un par de años la vida. Hasta que su cuerpo dijo basta, luego de una última internación en el hospital Español de Buenos Aires”.
Camila solía repetir: “La felicidad no es otra cosa que la fuerza interior para sobrellevar los obstáculos de la vida”. Si nos quedamos con esa frase, no dudamos que la Perissé fue feliz. Lástima que tantos hayan demorado demasiado tiempo en acercarle una caricia a esa mujer deslumbrante que solo suplicaba un poco de ternura.