Chiche Gelblung: “Tuve que pedir ayuda a un psicoanalista para entender y aceptar la muerte”
Manoteó los 80 y los estrujó en su bolsillo antes de que hasta él mismo pudiese advertirlos. Porque, como dice, “siempre me he negado mi propia edad mirándome a la cara”. Y no se trata de un rapto de vanidad sino de (casi) un ejercicio. Después de todo, “y honestamente”, el paso del tiempo jamás le ha significado un problema. “Los grandes conflictos reales de mi vida son pretéritos”, señala. “Mi infancia fue complicada y sin alternativa. Ya a los 10 tenía 60. Imagínate a los 20…”. Por lo que, naturalmente nada, ni siquiera esa convención social (“la mirada y el sentido que los demás le dan a un número”), lo harán sentirse mayor. Entre tanto, para Samuel Chiche Gelblung (80), “sólo se es viejo cuando la curiosidad pierde su sitio y el último proyecto se te acaba”. Una suerte que hasta el momento no se ha dado el permiso de transitar.
Es por eso que, a esta altura de la soirée, y a diferencia del común de sus coetáneos, jura vivir sin retrovisor. “Ese tipo de balances o revisiones suelen sucederse al momento del retiro. Y estoy muy lejos de todo eso que, además, te deprime”, sentencia el conductor de Chiche 21 (Crónica TV), Hola Chiche (Radio Rivadavia), 70-20 Hoy (Canal 9) y director de Diario Veloz. “Quienes se retiran lo hacen cuando tienen una vida alternativa ya planeada. Y yo, esa vida, no la tengo aún ni sospechada”, asegura. Chiche guarda una “fantasía” por resolver. Es así que desafiando, con impronta, la teoría de Martin Baron (director de The Washington Post) sobre la agonía de los periódicos impresos, revela: “Quiero lanzar un diario de papel”. Un diario “popular como lo fuera Crítica y dispuesto a competir con Crónica, pero con mayor nivel, menos personas, buenas ideas y más primicias”, detalla aún a sabiendas de la dificultad que insumiría conseguir inversionistas. Apuesta fuerte a que “el acto de la lectura jamás se extinguirá” y elige creer que “al menos 40 mil” de los 44 millones de argentinos estarían dispuestos a seguir honrando este hábito que bien vale el paréntesis para marcar cierta diferencia generacional en el periodismo. “Las nuevas camadas tiene mayor y mejor formación, porque están más dotados en términos del idioma y las tecnologías. Pero no tienen nuestro background cultural. No hay conciencia de un pasado. Y eso tiene mucho que ver con que para ellos, leer es una verdadera tragedia”, sostiene.
En fin. “Ese es mi sueño. Y no voy a morir sin haberlo alcanzado”, impone respecto del “pendiente” que sobrevivió al intento de “bajar al ARA General Belgrano” en el contexto de “un programa que al parecer nadie entendió o no ha interesado a ninguna de las productoras en las que lo presenté”, como dijo alguna vez. Y en tren de la reflexión inicial, Chiche abrió una rendija ineludible haciendo mención a ciertos “conflictos pretéritos” que arrojarán esta charla a un terreno de mayor intimidad y más sensibilidad que el de una trayectoria profesional, de por sí, inabarcable ni en mil charlas. Y una pregunta se hace bandera de largada para este viaje: ¿La forma en que hemos sido mirados, queridos, abrazados de niños, explica quiénes somos y seremos para el resto de la vida? Él reconocerá cierta incidencia, “principalmente la de los contraejemplos”, durante ese recorrido de “dolores y contiendas” al que se animó a ponerle el pecho con apenas 14 años, “cuando decidí irme de casa”.
Gelbung tiene ganas de contar (y de contarse) esa historia una vez más. Desde este lado de la vida, y aunque quizás se enoje con la infidencia en esta misma línea, un poquito sí le gusta revisar, tal vez como refrenda. Como cuando sentado frente al ventanal abierto al inmenso jardín de su casa de Pilar, suele suspirar un: “Pensar que no tenía nada y mirá lo que he logrado”.
La infancia de Chiche (llamado así “debido al bebé precioso que era”), fue signada por “la cultura del trabajo, la política, la persecución” y, seguramente, cierto desafecto de sus padres. Berta Kagan (apellido que más tarde cambiaría a Cohen) y Alfredo Gelblung (un industrial del cuero), “no besaban, no acariciaban, ni siquiera solían compartir la mesa con sus hijos y jamás decían ‘te quiero’”, cuenta a modo de contrapartida, “porque la forma de la paternidad fue uno de los aspectos que más cuidé a lo largo de mi vida. Ya lo dirán mis hijos, pero creo haber sido un padre obsesivamente presente”. Aún así, “mi pediatra era Arnaldo Rascovsky (1907-1995, reconocido psicoanalista autor de El filicidio: la agresión contra el hijo), quien aún preparaba los ensayos que luego se convertirían en grandes obras. Y la incidencia que él ejercía sobre mi familia, con conceptos sumamente revolucionarios como la exigencia de escucha y comprensión para los más chicos, aparentaba ser una gran ventaja”, cuenta. “Ya de grande, cuando lo entrevistaba para mis programas, él me recordaba: ‘Tus viejos estaban muy alerta de todas esas cosas’. Ahora, si ellos alguna vez intentaban incorporar esos consejos… Y, de eso nunca me di cuenta. Pero puede ser que todos esos lineamientos tal vez hayan hecho posible que mis padres me respetaran un poco más hasta el tiempo de dejarlos”, remata suspicaz.
Los Gelblung eran “comunistas de los muy militantes. Y eso también iba condicionando una personalidad”, dice Chiche. “Mi abuelo paterno, stalinista acérrimo, no sabía ni leer ni escribir en español por lo que firmaba con sus iniciales en ídish pero sin embargo era tan vivo que llegó a ser tesorero del Partido”, señala quien se admite “de corazón marxista” y “zurdo por siempre”. No sin advertir, claro, que “la Izquierda nacional no me gusta ni me representa” y que decidió “quebrar vínculos” con gran parte de la agrupación “desde el momento en que se manifestaron **enemigos del Estado de Israel, abogando, como lo hizo Del Caño, por su desaparición. Decir ‘somos antisionistas’, es definirse antisemita”, concluye. A fin de cuentas, “yo fui chico en épocas de Perón, en la que todos nosotros éramos el enemigo. Crecí entre allanamientos, teniendo que correr a quemar libros. Ya a los 8 hacía de campana en las reuniones clandestinas. Y me mandaban a mí por ser el único que conocía bien las patentes de los patrulleros”, relata.
“Y a los 10, muy involucrado en los temas de la fábrica, me encargaba de llevar los pedidos al barrio del Once. Subía solito al tranvía 86, cargando decenas de cajas. Sufría, eh… Todas eran obligaciones nada adecuadas para un niño de esa edad. De hecho, aquella tarea por la que tantos pasajeros me puteaban, me creó una patología. Hoy no puedo cargar ningún paquete, por ejemplo. Realmente me dejó un trauma para siempre”, expone este entre otros tantos como el de seguir comprándose zapatos “de 2 a 3 talles más grandes, según la horma”, tal como lo habían acostumbrado. “La cultura prematura del esfuerzo y del trabajo acompañaban ese marco general de lo que sentía y vivía en la diaria familiar”.
No solo su infancia, al menos esa que aflora en los patios entre juguetes y sin más incumbencias que las de la imaginación, se acabó antes de tiempo. Su formación académica también. “Mi carrera llegó hasta la primaria”, marca. Pero bastó para aprender mucho más de lo que hubiese encontrado en algún libro. Y responsabiliza por eso a la Escuela Nro. 15-Antonio Devoto, “un ámbito de una gran e importante diversidad social”, describe. “Porque por aquel entonces, Villa Devoto era un centro de millonarios, donde vivían todos los judíos empresarios e industriales de Villa Lynch. Y en las aulas se mezclaban chicos ricos y atorrantes que vivían de la calle”. Es con éstos últimos con los que Chiche lograba más afinidad. “Y entre tanto de esta infancia adulta que he tenido, con ellos salíamos a robar caballos”. Sí, como leyeron. “Digamos que se trataba de un delito justificado, porque lo hacíamos con fines sociales”, subraya gracioso. “De ese modo ayudábamos a los mendigos que, de tanto girar con los carros, agotaban a sus animales. Entonces les traíamos otros para que pudiesen hacerlos descansar”, cuenta. “Ver armas era algo muy normal. Entre nosotros estaba el hijo de un comisario que traía de contrabando la Ballester-Molina (arma reglamentaria de la policía), por ejemplo. Y estos dos, que eran mis compinches en eso de robar, supieron hacerse de una 38 cada uno, con las que salíamos a tirar por ahí. A mi parecer solo eran chicos traviesos, pero se trataba de delincuentes reales. Yo no tuve demasiada consciencia de todo eso hasta que terminaron muertos en tiroteos, uno con 12 y otro con 13 años. Algo que todavía recuerdo como un golpe inmenso… Había perdido a mis amigos de la primera infancia. Fue realmente un gran impacto emocional para mí, porque éramos muy chicos. Demasiado chicos”.
Para finales del 53, “todo había comenzado a arder”, recuerda. “Mi casa ya era un verdadero infierno. Una zona insoportable”. Víctor, el mayor de los hermanos, se había enamorado de una chica católica, “lo que desató la peor de las desdichas”, define Chiche. “Mi viejo ya era un tipo más o menos progresista, pero para la familia de mamá, que era muy religiosa, se trató de una tragedia inconmensurable. Todas las tardes, después de su siesta, mi abuela materna venía a romper las pelotas. Llegaba desconsolada, variaba el Die Presse y el Di Idishe Tzaitung (los diarios judíos “de izquierda y de derecha, porque se leía mucho”) y estallaba en llantos: ‘¡La culpa es de tu marido! ¡La culpa es de tu marido!’, repetía. Lloraba un rato, se secaba las lágrimas, y se iba. Pero todo ese drama que dejaba en casa fue generando grandes conflictos entre mis padres. Porque cuando él llegaba, mi vieja, con la cabeza ya inflada, le echaba encima todos los reproches. Así se desataba una larga rutina de peleas, gritos, discusiones… Y la situación escaló hasta tal punto de sentir que ahí ya no tendría paz. Entendí que había dos opciones posibles: me iba de ese lugar o enloquecía. Y me fui”, relata.
En un alto de la trama, dice no haber logrado encajar aquel enfrentamiento en ninguna lógica posible. Tal vez porque “nunca tuve fe religiosa”, infiere. Es “agnóstico”, aunque no niega la existencia de “un Dios o energía primera”. Está convencido de que “hay fuerzas superiores que nos rigen, porque negarlo sería el mayor acto de soberbia” y que alguna vez se encontrará con sus padres “en algún lugar”. Pero en definición corta, asegura: “Yo creo en la esperanza. Siempre he sido un tipo de esperanza”.
Hoy, como vestigios de esa vida religiosa que se exudaba en casa, donde también se hablaba hebreo, “sólo quedó la tradición”, señala Chiche. “Sigo ligado emocionalmente a las celebraciones. Me gustan los rituales… Si han perdurado a lo largo de 7 mil años, por algo será”, señala dejando en claro que “no me hice dogmático ni mucho menos” pero sí que “le doy importancia al espíritu aunque no el tiempo que mereciera”. Es así que, antes de continuar, revela que Magdalena Gelblung (32) –su tercer hija, que hasta 2017 fue modelo y dueña de la firma de indumentaria Cecé– ha adoptado el judaísmo ortodoxo, al igual que su marido. Una decisión que, como celebrante de la libertad (tal vez por contraejemplo), respeta demasiado como para impartir más detalles. Recordemos que junto a Cristina Seoane, Chiche ha tenido tres hijos: Federico (44, licenciado en Administración de Empresas), María (41, docente y parte del equipo de producción de su padre) y Maggie, como la llaman a su “niña mimada”, según cercanos. Quienes, a su vez, los convirtieron en abuelos de 7 nietos.
Continuemos. Le costó encontrar dónde vivir. “Finalmente conseguí cama y baño en un depósito de huevos podridos (que por aquel entonces se usaban para hacer vainillas), en la esquina de New York y General Paz. No me cobrarían porque negocié oficiar de cuidador”, recuerda. Fueron 3 o 4 días de sufrimiento hasta acostumbrarme a ese olor inmundo que toleraría durante dos años antes de saltar al “primer bulo más o menos decente”, pero bien valdría el precio. Después de todo, “ya no sería parte de tanta contienda familiar… ¡Me sentía libre!”, explica. “Lo primero que hice fue entrar en una carnicería para saber cuánto valía cada corte. Y durante 6 meses comí sólo riñón, lo único para lo que me alcanzaba”. Había que hacer guita. “Enseguida detecté una fábrica cercana, me presenté y les dije: ‘Necesito vender cosas’. Me dieron un importante crédito de medias como para dos días y salí a ofrecer”, cuenta. Le fue muy bien. Hasta que un aviso en un diario le daría un giro trascendental en el destino de un curioso nato: se buscaba vendedor de la Enciclopedia Británica. Tenía 15 años, demasiado hambre como para reparar en requisitos del tipo “inglés perfecto” y voluntad de sobra como para convencerlos. “En un año vendí 3… Y había que tener ciertas habilidades para eso. Porque era una colección infinita y una vez que comprabas la primera, no terminabas más. Lo que no sabía era que ese desempeño tenía un premio. A la tercera venta me avisaron que había ganado un viaje a Europa”, rememora. Así fue como a los 16, “ya emancipado”, conoció Londres, París, Roma, Ámsterdam y Lisboa. Su mirada jamás volvería a ser la misma.
“Ya no veía a mis padres”, cuenta Chiche. “Porque parte de esta ‘terapia’ que yo había decidido emprender, era alejarme por completo. Y sí, siempre fui muy jodidito. Había sabido forjar, quizás a la fuerza, cierta personalidad y un criterio muy propio”. Entonces reitera: “Por primera vez me sentía libre. Podía hacer lo que quisiera. Trabajar de lo que quisiera. Manejar mi propia plata como quisiera. Y estudiar lo que quisiera”, dispara sobre una frustración que comenzaba a pesar. Fue así que dice haber diseñado un “método personal” para adquirir la cultura más general que le cupiese. “Los viernes por la tarde me preparaba una vianda, me internaba en la Biblioteca La Prensa y no me iba hasta la noche del domingo. Dividía esas 48 horas en áreas que leía sistemáticamente: Historia, Geografía, Filosofía, Política internacional, Mitología… Anotaba. Comparaba. Todo a mi modo. Y me nutrí tan bien que podía sostener conversaciones sociales de temas variados sin que la gente pudiese darse cuenta de que yo era un burro”, suelta con gracia.
El bicho del periodismo había picado fuerte y su desfachatez no admitiría pudores para encontrar el modo de filtrarse en las redacciones. “Busqué a un sacerdote jesuita, el padre Tony, que era amigo mío porque de algún modo me había adoptado, y le pedí: ‘Tenés que inventar que yo estudié en un colegio de El Salvador, en Ecuador, que sufrió un incendio en el que quemaron todos los registros’. Y él lo tomó como una mentira piadosa mientras hacía la carta para la Universidad del Salvador”, recuerda Chiche. Entre tanto llegarían colaboraciones y corresponsalías, hasta que, vendiendo medias en Corrientes y Medrano, reconoció “a uno de los de ONAPRI, luego de la estafa a tantos acreedores”, un hecho que marca como “hallazgo”. Entonces lo entrevistó “y fue un éxito”, rotula. “Era muy pendejo y me animaba a todo. Ese arrojo me destacó por sobre otros”. Con 22, y varios meses sin que le asignasen nota en “el banco de suplentes” de la Editorial Atlántida, irrumpió el pedido de una cobertura que muchos subestimaron pero que él supo convertir en tapa de GENTE. “Había caído Illia y me mandaron a hacer guardia en la puerta de la casa de su hermano, en Martínez, donde estaba refugiado. En un momento pensé: ‘¿Qué hago acá? ¡La nota está adentro!’ Y me colé como parte de una delegación de la Juventud Radical de Avellaneda”, recuerda. “Dos minutos después estaba Illia hablando con nosotros, explicando situaciones, respondiendo preguntas… Hasta que se escuchó el clic de la cámara de mi fotógrafo y nos echaron a patadas. ¡Nada me importaba menos! Yo ya tenía una entrevista”. Aquel día, Raúl Urtizberea, quien fuera su jefe, tatuó una frase indeleble en su cabeza: ‘No sé si te irá bien en la letra, pibe. Pero vos tenés la música’. “Ese sería mi gran inicio”, define.
Después de todo, de eso se ha tratado el periodismo para él: un juego con poco de prejuicio y mucho de arrojo, en el que terminologías como sensacionalismo o amarillismo han significado hasta un halago. Chiche, asumiendo una histórica “pasión” por el estudio de los medios británicos (en especial los tabloides) “tan hábiles para entender el gusto de su gente”, se dispuso a terminar con el aburrimiento de la metier y las salas de periodistas atestadas de colegas sentados. “Éramos pendejos de 19, 20, 21 años, con tanto por hacer que todo lo que se nos ocurría resultaba amarillo”, dice de sus inicios en GENTE. Gelblung encontró su distintivo en la mirada acerba, cínica y siempre divertida de la realidad. Lo que lo erigió un gran “editor”, que es algo así como “el último peldaño del periodismo”. Alguien capaz de “idear y llevar adelante un medio, como lo he hecho con mis notas, hasta el final y de un modo diferente”, describe el impulsor de la máquina de la verdad, de una serie de desmitificaciones como, por nombrar alguna, la de las intervenciones psíquicas de los cirujanos filipinos, y de informes empíricos que revelaban si las tostadas caían siempre de un mismo lado o de si pidiendo plata en las esquinas se ganaba más que trabajando. “Con el correr del tiempo entendí que lo mío era pensamiento lateral”, interpreta. “Yo veía otra cosa. Y no ahorraba nada en audacia”. Como cuando decidió poner en tapa de GENTE la muerte de Pablo Picasso (1981-1973) con un póster desplegado de una foto histórica y Aníbal Vigil le dijo: ‘Gelblung, ¿usted se volvió loco?’ “Tal vez, pero fueron 3 ediciones. No parábamos de imprimir. Vendimos 800 mil ejemplares”, remata con gloria.
Pero no nos desviemos demasiado de la trastienda familiar. A todo esto, Víctor –”estudiante de Ciencias Económicas, activo colaborador en la fábrica, muy sumiso y calzonudo, demasiado apegado a mi vieja”, como lo define– ya se había separado de aquella chica católica. “Finalmente, mis padres, habían logrado que ese vínculo se quebrase para siempre. Y no solo le hicieron la vida imposible sino que, además, le compraron un pasaje y lo mandaron a vivir a Uruguay para alejarlo de toda duda o nostalgia. Y él aceptó”, relata. “Verdaderamente hubiesen sido capaces de matarlo antes de aceptar aquella relación”. Gladys, la segunda de los Gelblung, también sintió el peso de los lineamientos familiares. “Ella vio frustrada su carrera porque a papá no le caía en gracia que fuese maestra de colegios judíos. No la dejaron. Y lo aceptó como se aceptaba todo bajo ese techo”, cuenta. “Ese tipo de cosas me dejaron una marca profunda. A mí me ahogaban las prohibiciones”. Tal vez por eso, y sin pensar demasiado, Chiche ofició como mentor de la libertad de Olga, su hermana menor. “En ese sentido, ella contó con la ventaja de mi incidencia en su educación”, sentencia antes de desandar otro episodio.
Para entonces, Berta y Alfredo, estaban instalados en Montevideo. Habían dejado el país para “acompañar al mismo hijo que habían desterrado”, infiere. Chiche quedó solo. “Solo y atajando un frente de varios conflictos familiares”. Y Olga, de apenas 8 años, corrió con la desdicha de quedar a cargo de unos tíos poco afables. Así se iniciaría una estrecha relación entre los dos que duraría, tan intacta como amorosa, hasta que la vida decidiera. Entonces recuerda la primera gran complicidad con la pequeña. “Ella tenía el trauma de los chupetes. Los usó hasta los 12 años y el que se los conseguía de contrabando era yo”, cuenta nostalgioso. “Quien la llevaba al teatro era yo. Quien la llevaba a El Lorraine a ver películas como Pasaron las grullas (de Mikhail Kalatozov, 1958) o El acorazado Potemkin (de Sergei Eisenstein, 1925), era yo”, enumera. Un ritual de los dos con sabor a revancha que dejaría filtrar, luego, la cultura prohibida. “Era otro estigma, claro. Tanto mandato familiar me había generado una barrera mental, haciéndome creer que todo lo que venía del Norte era desastroso. Hasta entonces no habíamos podido ver cine americano porque, ideológicamente, era el enemigo”, recuerda. “Con decirte que mi primera película de Disney, que fue Bambi (1942), la vi a los 25. Y se convirtió, también, en pieza importante de mi autoformación. Recuerdo que me senté en la sala del Los Angeles casi como un acto de rebeldía. Y esa tarde me sentí realizado. Empecé a entender al mundo un poquito más”.
La influencia de Chiche en la formación de su hermana fue determinante. “Ella recurría a mí para todo”, infiere. Y, de un modo u otro, le contagió la inquietud por los libros que la convertiría luego en una gran médica, aunque él ceda algo de crédito a los encantos de Berta. “Eran épocas en las que todavía no había examen de ingreso a la facultad y el cupo se limitaba a 10 mil postulantes. Por lo que había que hacer cola durante un mes para poder anotarse”, explica Gelblung. “Pero mamá tenía habilidades muy especiales para ciertas situaciones. La mañana en la que iniciaban la inscripción ella llegó a la sede de Medicina con anteojos negros, un bastón blanco y diciendo: ‘Soy no vidente, soy no vidente’, avanzando así entre una fila interminable. En fin, la inscripta número uno fue mi hermana”, remata con gracia. Olga murió, víctima de un cáncer linfático, durante la pandemia. “Y fuimos amigos hasta el final”, dice dándole valor a la posibilidad de haberla acompañado de cerca hasta última instancia. “Me hubiese gustado mucho tener con mis hermanos mayores un vínculo, al menos parecido, al que tuve con ella.” Pero eran muy distintos en cuanto a gustos y a caprichos… No se dio. Nunca se dio”.
Berta vuelve a plano para protagonizar este pasaje. “Mi vínculo con mamá no fue de afecto. Yo diría que ha sido de curiosidad”, define. “Ella siempre estuvo a 20 centímetros del suelo. Y eso, de un modo u otro, compensaba la postura de papá, que era demasiado obstinado en términos ideológicos y laborales. Lo cual la ayudó a ella a sobrevolar la vida de un modo diferente y, en cierta medida, hasta salvador. Porque, ya alejada de aquella vieja presión religiosa por parte de su familia, nunca veía el sentido trágico de la vida. Y a la distancia creo que esa fue su gran lección. Sí, fue eso lo que aprendí de ella”, sentencia. “Mamá fue la primera marciana que yo conocí”, suelta con ironía respecto de la autopsia al alienígena que se instaló como un hito en su carrera. “No hacía nada. No registraba habilidad alguna, ni siquiera podías pedirle que cocinara. Si te digo que lo hizo 3 veces en su vida, créeme que exagero”, delinea. Y como suele decir, la responsable de echar por tierra el mito de la idishe mame. “Porque, en casa, la única madre protectora siempre ha sido papá”, asegura. “Pero esencialmente, ella era un ser sociable con el don de las relaciones públicas”, asegura. “Mantenía relación con todas las confesiones. Pasado el tiempo, y más allá de su familia, había logrado una amplitud de criterio. Visitaba mezquitas, iglesias, y tenía un buen vínculo con la Parroquia de San Antonio (Villa Devoto), ligada al Colegio Cardenal Copello, al que iba Javier Milei (53), de donde solía traer huérfanos para darles trabajo y oficio en la fábrica familiar. Claro que luego de un laburo fino para convencer a mi viejo…”, relata. “Muchos de ellos, luego, terminaron siendo industriales. En el velorio de mi papá, varios que se habían iniciado como aprendices a los 12 o 13 años, ya con 80 y pico se acercaban agradeciéndonos aquella formación”.
Chiche estuvo distanciado de sus padres durante más de 6 años. Y el reencuentro fue en el lúgubre metraje de una habitación en el Güemes. “Yo había vuelto de cubrir el Cordobazo cuando alguien me llamó para avisarme que papá había tenido un problema de salud a raíz de su edema pulmonar. ‘Está internado’, me dijeron. Y no pude creerlo”, relata. “’Imposible… ¡Mi viejo es infranqueable!’, pensé. Para uno, los padres siempre son invencibles “, reflexiona. Llegué y ahí estaba mamá, ya asumiendo su viudez”, retrata hoy con ironía, ya despojado de la bronca que le causaba su resignación, disparador de los reproches que arrastraría por algún tiempo más. “Sin dudas no estaba ni quebrada ni mucho menos desesperada como yo. Porque entrar y encontrarlo conectado a tantas máquinas me produjo un impacto devastador. Otra de las marcas profundas que conservo hasta el día de hoy”, señala. “Fue esa misma sensación que tuve, de chico, al ganarle una pulseada. ¡A él, que tenía un lomo importante, que quebraba brazos! Yo le había ganado… Y me dio tal depresión que no pude aceptarlo. Algo parecido me pasó ese día. La imagen de la fuerza y de la ley se me desmoronaba. Fue la primera vez, en toda mi vida, que lo veía con dimensión humana. Y ahí cambió la historia”, recuerda. “Sí, hubo abrazos y todo eso… Pero mis viejos no demostraban nunca sus emociones, por lo que ese momento fue más conmovedor para mí que para ellos. A papá le hizo muy bien que yo volviese. No digo que se recuperó por eso, pero lo ayudó bastante”, sostiene.
Cristina Seoane fue “pieza clave” del tablero en el que se jugaba la reconciliación de los Gelblung. “Ella tuvo mucho que ver con mi acercamiento”, marca Chiche delatando el empujón recibido para dar el paso. “Estuvo a mi lado antes y durante esa primera comida familiar. Y para mí era más que importante que todos la conocieran. Sin Cristina, nunca lo hubiese hecho. Yo siempre fui muy retaceador de las relaciones y ella me motivó”, admite. Su compañía sigue siendo el eje del “gran gracias” a la mujer de su vida: “Porque se bancó las mejores pero, principalmente, las peores”, dice respecto de la modelo a la que conoció, a mediados de los 70, sobre las gradas de Los Personajes del Año de la revista GENTE (que él dirigió entre 1976 y 1980), en las que ella se coronaba la profesional de su rubro que más y mejor había trabajado.
Nada fue fácil desde el inicio. Cristina estaba casada, pero haberse sentido “tan atraída” por ese muchacho “pelilargo, con flequillo y una corbata inmensa” (según relató tiempo atrás) no fue motivo suficiente para el fin de su matrimonio. Un año después sería contratada por Chiche como productora de fotografía de la publicación. Se enamoraron, claro. Pero Gelblung, ya separado de Marta Inés Velasco, y autodefinido como “infiel patológico, serial e incapaz de mantener una sola relación a la vez”, no tardaría en engañarla con otra compañera de trabajo que, simultáneamente, mantenía un vínculo sentimental con una señorita tan vengativa que hizo rodar la noticia para disolver cualquier combinación. “Todo tenía una explicación”, avisa con ánimo de contextualizar aquella adultez que llegó a la fuerza y sin escalas. “Jamás había pisado un boliche. No sabía qué era un baile. Y de repente entro en una editorial llena de mujeres. Tuve mucho éxito, no rechazaba nada sin importarme un pito”, dijo a este medio alguna vez.
Cuando “todo explotó”, según contó, “fui al banco, donde tenía una guita ahorrada, serían entre 8 y 10 mil dólares, y le pedí al jefe de redacción, quien era mi segundo en la revista: “Hacete cargo… ¡Porque yo me voy a la mierda!”. Sí, al menos por unas horas, Chiche abrigó la idea de emigrar para evitar el conflicto. “No podía más. Una me llamaba a las 2 de la mañana, la otra a las 3… ¡Para putearme!”. Seoane no solo renunció a la compañía sino que, además, acordó con ellas para irrumpir en el departamento del periodista y “hacerlo percha”, recordó Chiche tiempo atrás. “Cortaron mis almohadas, mis trajes y tiraron mis discos, gemelos y relojes desde el piso 15″. Pasaron semanas, decenas de arreglos florales, y cientos de ruegos telefónicos hasta la reconquista. “Ella fue la única por la que peleé. La más inteligente. La más bella. La que debía ser mi mujer para siempre. Así lo sentí”. Se repetía, una y otra vez: “Mi racha de reventado tiene que terminar. ¡Esto no puede ser una vida!” Paraba el auto en medio de cualquier calle para ponerme a llorar, porque las situaciones eran cada vez más terribles. En Nochebuena, por ejemplo, comía 3 veces: un plato en casa de cada una. No aguanté la presión. Ya estaba agotado.
La cruzada “costó uno y la mitad del otro”, pero Cristina aflojó otra chance. Y desde entonces, según jura, jamás volvió a atreverse al engaño. Y podría jactarse de que esas “2 o 3 veces que debimos recurrir a la terapia de pareja, han sido para ponernos de acuerdo respecto de la educación de nuestros hijos”, según comparte. “Lo nuestro ha sido desafío, superación y elección constante”, define 47 años después (y a 29 de casados). “Atravesamos crisis, intentos de secuestro, amenazas de bomba y hasta un exilio en Madrid. Nunca fue ni será fácil la vida junto a alguien como yo. Y no todo el mundo se lo banca. Pero aprendí que el amor, la base de absolutamente todo, tiene el poder de anular cualquier peligro. Te hace cruzar fronteras inimaginables. Sin amor no existe nada más”.
Volvamos al relato sobre su padre. “Aunque su vitalidad podría haberle prometido algo más de tiempo”, Alfredo falleció a los 86. “Triste, porque mamá había muerto un año antes. Él quería irse. Quería volver con mi vieja. Fueron 64 años juntos y ella era el sentido de su vida”, cuenta Chiche. “Y si de algo sirvió la partida de mi madre es para que papá tuviese cierto reconocimiento afectivo conmigo. Porque su percepción cambió al advertirme, de algún modo, querido o reconocido”, analiza. Y todo comenzaría en el mismísimo velorio de Berta, al cual, de repente, llegaban figuras como Susana Giménez (80). “Él era un gran cholulo”, describe. “Cuando lo vio entrar a Mariano Grondona (91) lo sentó al lado de él, frente al cajón, para hablar de política. A las 4 de la mañana tuve que acercarme y decirle: ‘¡Papá, Mariano trabaja!’”, recuerda. “Todo ese contexto, esos referentes, esa escena, para él fue muy importante. Ahí entendió que sus hijos eran buenos. Que podían ser anfitriones de una ceremonia de ese tipo y de mucho más”, concluye. “En ese sentido, te diría que mi viejo hasta agradeció la muerte de mi madre. Porque a partir de ese momento pudo descubrir muchas cosas”.
En retrospectiva, el acercamiento oficial con Berta (ese instante definitorio entre los dos), finalmente se dio en el marco de lo que pudo haber sido una tragedia. Naturaliza “las amenazas de la Triple A y de la Izquierda”, entre otros tantos flancos con los que pagó su curiosidad y sus opiniones a principios de la carrera. El último explosivo (“cazabobos”) fue instalado “por la Marina” frente a la puerta de su casa (como le aseguró la Brigada aquella mañana) determinando su precipitado exilio en Madrid (1981), 48 horas después. Y eso resultó la advertencia final de una seguidilla “diaria y sistemática” durante más de año y medio. Chiche había sido el denunciante “del Pacto Massera-Montoneros”, pero latía “un tema aún mayor”, indica. “**Mi amiga, la escritora Marta Lynch (en realidad, Marta Lía Frigerio, quien se suicidaría en 1985 abatida por la angustia que le significaba su propia vejez), mantenía un romance muy fuerte con Emilio Eduardo Massera (1925-2010). El único confidente de esa historia, que ninguno de los dos pretendía se supiese, era yo. Y él se enteró. Así me convertí en el enemigo público número 1. Ese tema, tan personal y tan jodido, complicó la mala relación que siempre tuve con La Armada”, sostiene.
En fin, y retomando el hilo, “sentí que estaba recuperando la relación con mi vieja cuando me pusieron la primera bomba”, señala. “Fue entre el 66 y el 67″ (calcula batallando contra su “mala memoria cronológica”), en tiempos en los que comenzaba a pisar significativamente en la redacción de revista GENTE, bajo la dirección de Raúl Urtizberea. “En ese mismísimo instante, el teléfono sonó. Era mamá: ‘¡Qué te pasó?!, me dijo. No habían transcurrido ni 2 minutos… Y eso, realmente, me impresionó mucho”, relata sin control de su congoja. Después de años sin contacto, “esa intuición que ella solía tener”, cambió las fichas de juego. “Aprendí que los padres y los hijos están ligados por algo que va más allá de lo racional”, deduce. “Tal vez entre mamá y yo esa conexión no se veía, no se sentía, no se manifestaba… ¡Pero existía!”.
Chiche no le teme a la muerte, pero “tampoco me hace gracia la idea”, aclara. Después de todo la ha mirado a los ojos “más de una vez” durante sus corresponsalías en las guerras de Vietnam, Biafra, Yom Kipur y en la de los Seis Días. “No hay peor olor que el de la sangre. Eso te cambia la vida”, asegura en referencia al estrés postraumático que solía padecer en cada regreso durante los cuales “solía llorar y temblar por dos días”. Más allá de los campos bélicos, nada, ni siquiera los episodios que lo mantuvieron en estado crítico, lo hicieron dudar. Recordemos, fue ingresado en junio 2020, por un cuadro de sepsis y neumonía y en noviembre de 2023, a raíz de una insuficiencia renal, cuando fue visitado por, el hoy presidente de la Nación, Javier Milei (53). “Sabía que yo no moriría ahí adentro ni por nada de eso”, asegura señalando cierta “obstinación” que lo identifica con su madre, en otro recuerdo que desfunda. “Un día, el oncólogo de mamá nos dice: ‘Le queda entre 6 y 12 meses de vida. Decírselo está en sus manos’. Y la encaramos: ‘Mirá vieja, la situación es esta’. Y se rió: ‘Ja! Yo de eso no voy a morirme’”. No sé si habrán sido sus constelaciones mágicas, pero así fue. Murió durmiendo en su cama 30 años después (2001)”, relata. Sin embargo, “las desapariciones físicas que se sucedieron en mi familia como absurda seguidilla”, representan para Gelblung “el gran dolor de mi vida, las marcas eternas”. Tal es así que debió recurrir al diván. “Necesité la ayuda del psicoanálisis para asimilar o entender la muerte. Encontrar explicación al por qué se me habían ido todos juntos. Pero no me ayudó demasiado”, cuenta. “La única respuesta que encontré fue que, a los 61 años, no podía sorprenderme el hecho de que la gente se muriera. Yo era un viejo con padres y de repente me convertí en un huérfano sexagenario. Sí, para mí todo eso era una gran sorpresa. Y me costó mucho aceptarlo”.
A la distancia, de regreso a aquel depósito de huevos podridos, reconoce haber “ganado mucho y gastado demasiado”. Chiche vivió la guita. “He sido algo descontrolado porque tengo una peligrosa personalidad adictiva”, confiesa. No habla del alcohol que “nunca” tomó, ni de drogas, con las que rozó experiencias a las que define “ridículas”. Como la única vez en la que dio “dos pitadas” marihuana en el Mundial ‘66 (en Londres) y despertó de cara a un reloj de pared sin noción de tiempo ni espacio. O la ocasión en la que probó la cocaína (que tanto había visto venderse en Mau Mau o servirse a discreción en las mesas de las fiestas “más paquetas”) en un departamento policial y “por error”, cuando en plena cobertura periodística de una requisa, “un poco” de sustancia tocó su labio adormeciéndolo “por un rato largo”. Gelblung se refiere a la manía de la acumulación. “Sufro una especie de Síndrome de Diógenes con algunos caprichos. Llegué a sumar, por ejemplo, 3 mil lapiceras y tanto relojes que en un robo se llevaron 66″, dice. “Soy compulsivo. Si me gusta un pantalón, me llevo 7 del mismo en distintos colores.” Tengo más de mil corbatas y siento fascinación por las herramientas, asegura. Y tal es así que Pocho La Pantera (1950-2016), y quien luego fuera su viuda, le llevaban set de destornilladores en cada visita a su programa. Todo esto sin dejar fuera de lista las millas de tantos viajes y las decenas de “grandes inversiones” que hizo para sus propios ciclos televisivos que lo consagraron una marca registrada. Un medio, dicho al pasar, “al que gracias a Dios llegué de viejo (a los 50), porque la tele enloquece a quien la mira y a quien la hace”, califica. Después de todo, siempre ha estado entrenado para la supervivencia y la autogestión. “El hambre”, indica en sentido amplio y estricto respecto de la clave de su vitalidad. “La fórmula y motor de toda mi vida”, define. “Porque lo que me ha movido siempre fue la curiosidad. Esa fue mi fuerza: una imperiosa necesidad de entender todo”.
En conclusión, y prendido de una libertad que algún día se autodeterminó para siempre, hizo lo que le vino en ganas. Es entonces que se cuela Mariano Ovejero en esta conversación. Seudónimo creado por Oscar el Cholo Gómez Castañón (77) como escudo en tiempos de “coberturas complicadas” como la Guerra de los Seis Días (1967), “cuyas crónicas firmadas por un judío podía sugerir subjetividad”, explica Chiche. Sin dejar de lado, además, que “ser judío en la Argentina nunca fue fácil y mucho menos en el contexto de una empresa de militancia antisemita como era Atlántida”. Pero este alter ego había nacido ya por fuera de esas cuestiones periodísticas a las que luego supo ser funcional y, como subraya, “entre mis múltiples vocaciones”. La de ser corredor de Fórmula 1 fue una de ellas. Y la medicina ha sido otra, “al punto de considerar la falsificación de un certificado de escuela secundaria para iniciar esa carrera”. De hecho, supo decir (tan fiel a su mood tan estridente) que “si no se terminaría preso por eso, seguramente hubiese sido un médico trucho”. Como lo fue un tío longevo al que la policía, durante un allanamiento, le confiscó elementos de ginecología que abarrotaba sobre un ropero y otras evidencias que lo pusieron entre rejas. “Un atorrante que lo único que quería era pincharse minas de El Nacional y del Maipo”, calificó. Pero aquí hablamos del tango. Y Ovejero aún hoy es para Gelblung, “mi beta artística”.
Su donaire por el ritmo ciudadano tuvo un claro mentor. “De chico, me impactó mucho la irrupción de Osvaldo Pugliese (1905-1995) con sus tangos de protesta como Por una muñeca o Antiguo reloj de cobre. Él era comunista e editorializaba a través de su música. Todo eso me entusiasmó”, relata Chiche. Y un día se animó a ser “cantor” porque como dice “estaba convencido de tener las condiciones para serlo”. Gelblung debutó sobre el escenario de La Botica del ángel, el espacio artístico alternativo y de exposiciones creado por Eduardo Bergara Leumann (1932-2008), “donde empezaron los grandes”, subraya. Su rutina se ajustaba a una serie de chistes y de “entrevistas picantes con una soga de saltar que oficiaba de micrófono entre uno y otro”. Hasta que el faltazo del cantante principal lo arrojó al toro. “No estaba preparado para eso, pero alguien se acercó y me dijo: ‘Tenés que salir vos’. El gordo tenía esas cosas: armaba artistas a la fuerza. Lo hice. Y me gustó el aplauso. Eso es verdaderamente impresionante. Jamás había sentido una emoción así”, cuenta. Las ovaciones fueron disfrutadas hasta la visita de los Vigil, por entonces dueños de Editorial Atlántida. “Entonces se dio el fin de mi carrera. Corta, pero linda carrera”, anticipa. “Todo ese directorio se ubicó en el Avant-Scène y presenció uno de mis números humorísticos que consistía en revisar las carteras de las espectadoras, incluidas la de Meme Vigil, hermana de mi jefe. Al día siguiente, Fontanarrosa (director de GENTE en aquel momento) me citó en su oficina para intimarme: ‘Decidí, ¿querés ser artista o periodista?’ Y aquí estoy”, dice mientras en Luis Saenz Peña 541, todavía existe un monumento rotulado con su nombre que da cuenta de su paso por ahí.
En conclusión y ante un almuerzo familiar que nos apremia, vuelve a reflexionar sobre el disparador de esta charla dominguera. Sí, el modo en que fuimos amados, mirados y abrazados “es una impronta que uno lleva marcada en el ADN. Como suelo decir: ‘Todos somos a pesar de nuestros padres’. Pero creo que un gran porcentaje de esa identidad es ‘de elaboración propia’”, deduce. “Desde este lado de la historia puedo decirte que siento orgullo de todo lo que padecí, elegí y transité. Porque, finalmente, es lo que me ayudó a templar esta personalidad, la de un tipo fuerte”. ‘Chiche: ¿Estás a mano con la vida?’, pregunto en la despedida. “No todavía. El día que lance mi diario, sí. Entonces, la vida y yo, ya no nos deberemos nada”.