El sinuoso camino de Paul McCartney a su primer disco solista: la traición de Los Beatles, el rescate de Linda y el nacimiento de otra era
El 20 de septiembre de 1969, el apocalipsis de The Beatles se materializaba en una reunión tan trágica como burlesca. La banda que había redefinido la historia de la música llegaba al final de su camino. John Lennon, siempre disruptivo, anunció lo impensable: “Me marcho, quiero divorciarme igual como lo hice con Cynthia”, dijo, recordando su matrimonio con Powell, detonando una bomba que nadie pudo desactivar. Aquella tarde, mientras el empresario Allen Klein -entonces manager de la banda a instancias de Lennon- y el resto del grupo buscaban concretar un contrato jugoso con Capitol Records, Paul McCartney, asombrado y herido, trató de convencerlo, pero fue inútil. Su hasta entonces compañero ya tenía su mente en otra parte: en la recién formada Plastic Ono Band, con la que había debutado en Toronto, acompañado de Eric Clapton y Yoko Ono. Era evidente que su corazón ya no latía al ritmo de los Fab Four.
En realidad, el fin del cuarteto había estado rondando desde hacía tiempo. Ringo Starr abandonó las grabaciones del White Album y George Harrison hizo lo propio durante las tensas sesiones del álbum Get Back. Solo Paul seguía resistiéndose al colapso, aferrándose a la banda que había moldeado su vida. Pero la noticia del adiós de Lennon fue el último clavo en el ataúd.
Agotado por meses de disputas sobre la elección de un nuevo manager tras la muerte de Brian Epstein, ya estaba físicamente desgastado. Enfrentado con sus compañeros, que eligieron al rudo Klein, Paul defendía a su suegro, Lee Eastman, un prestigioso abogado de Nueva York. La división era total.
Sin firmar el contrato con Klein y distanciado de los asuntos de Apple, McCartney empezó a retirarse del mundo que conocía. Londres, su hogar en Cavendish, ya no le ofrecía paz. Las fans seguían esperando frente a su casa, pero esta vez no con admiración, sino con hostilidad hacia su esposa, Linda Eastman, con quien se había casado en marzo de 1969. Una tarde de verano, una joven seguidora fue demasiado lejos: lanzó un helado de chocolate a la cara de Linda, quien, perpleja, apenas pudo reaccionar. Un furioso Paul salió a enfrentarlas, pero la agresora respondió con desprecio: “Era mousse de chocolate, no helado”, dijo, sin disculparse. El odio se respiraba en el aire.
Cansado, herido y asfixiado, junto con su mujer, la hija de ella, Heather, y la hija de ambos, Mary, partieron hacia la península de Kintyre, en Escocia. El refugio en su granja de High Park era un intento desesperado de recuperar la paz, pero el proceso fue largo y doloroso. Así, aislado y sumido en la depresión, se hundió en el alcohol, el tabaco y la marihuana. Se veía a sí mismo como un músico fracasado, un bajista sin banda y sin propósito. “¿Podré volver a cantar? ¿A componer?”, se preguntaba en su encierro. En sus sueños, la figura de Allen Klein lo acosaba como un dentista demoníaco, intentando inyectarle su veneno. Pero fue Linda quien lo rescató de la oscuridad. “No es más que el shock por lo de The Beatles”, le dijo, devolviéndole la confianza.
Paul volvió a Londres en diciembre de 1969 con una idea clara: grabar un disco solista. Y lo haría a su manera. En la intimidad de su casa, se encerró con un magnetófono Studer de cuatro pistas y comenzó a grabar. Se hizo cargo de todos los instrumentos, desde la batería hasta el xilófono, sin la intervención de productores ni ingenieros. Solo Linda estaba a su lado, aportando algunos coros. El resultado fue un álbum crudo, casi rudimentario, pero sincero y honesto. Entre las canciones, destacaba una joya que lo decía todo: “Maybe I’m Amazed”, una balada desgarradora dedicada a la mujer que lo había salvado de su abismo personal. “Quizás soy un hombre / en medio de algo que no entiende”, cantaba con una mezcla de desesperación y gratitud, mientras el piano marcaba un ritmo firme y los arpegios respondían a sus preguntas.
Pero el caos en el mundo de The Beatles no se detenía. Mientras McCartney trabajaba en su álbum, Klein seguía buscando formas de explotar el legado del grupo. Sin el consentimiento de quien estaba preparando su debut en solitario, rescató las viejas cintas del proyecto Get Back y encargó a Phil Spector que las reeditara. Lennon y Harrison aprobaron la decisión, y Paul se encontró nuevamente fuera del proceso creativo de la banda que él había ayudado a construir.
En marzo de 1970, cuando Paul reveló a Lennon que estaba trabajando en su disco solista, la pluma de Imagine respondió sin titubear: “Ya somos dos que lo hemos aceptado mentalmente”. Pero la traición estaba al acecho. Cuando Klein y Spector fijaron la fecha de lanzamiento de Let It Be para el 24 de abril de 1970, McCartney, cuyo álbum estaba previsto para el 17 de abril, se vio enfrentado a sus antiguos compañeros. El colapso fue inevitable. Enfurecido por una carta que le entregó Ringo, en la que le informaban de la decisión sin consultarlo, Paul explotó. “¡Acabaré con todos ustedes!”, gritó, antes de echarlo de su casa en un estallido de furia.
Finalmente, McCartney salió el 17 de abril de 1970, como estaba previsto. La portada del álbum, diseñada por Linda, mostraba cerezas sobre un cuenco blanco, una imagen sencilla pero simbólica de su nuevo comienzo. Pero la guerra no había terminado. El 10 de abril, el Daily Mirror publicó la noticia que sacudiría al mundo: “Paul deja los Beatles”.
McCartney, el álbum, fue un éxito. Alcanzó el número uno en Estados Unidos y consolidó al músico como un solista capaz de crear su propio camino. Pero el precio fue alto. Durante años, fue señalado como el hombre que destruyó a The Beatles, una carga que llevaría hasta el lanzamiento de Band on the Run en 1973, cuando finalmente recuperaría el respeto que siempre mereció.
Había terminado una era. Los Beatles se habían disuelto. Pero en la soledad y el caos, Paul McCartney había encontrado su propia voz. El primer tema que grabó fue un sencillo y despreocupado fragmento llamado The Lovely Linda, dedicado a su esposa. Con una duración de apenas 45 segundos, la canción está salpicada por ruidos de fondo de su mujer y finaliza con una risa espontánea, una muestra de la cercanía y el carácter casi doméstico del álbum. En esencia, él buscaba algo completamente diferente de lo que había hecho con la banda: no quería grandes producciones, ni canciones pulidas al milímetro. Quería capturar la intimidad de su vida cotidiana.
Otra de las canciones clave es “Every Night”, en la que describe su estado mental durante los días oscuros en Escocia: “Cada noche solo quiero salirme, salirme de mi cabeza”. Con un ritmo lento y una instrumentación sencilla, la canción es un retrato íntimo de su batalla emocional. El tema “Man We Was Lonely” también refleja esos días de aislamiento y desesperanza, pero con un giro optimista, destacando la fortaleza que encontró en su familia para seguir adelante: “Estábamos solos / Pero ahora estamos bien todo el tiempo”.
Para la producción final, decidió llevar algunas canciones a estudios profesionales, reservando horas en los modestos Morgan Studios bajo el seudónimo de Billy Martin, para mantener su proyecto en secreto. En estos estudios, acompañado por Linda y sus hijos, agregó los últimos detalles y realizó las mezclas finales. Además, también pasó por Abbey Road Studios, donde mantuvo el mismo pseudónimo para evitar el ojo público.
Con McCartney, Paul inauguraba su etapa como solista, una carrera que le permitiría evolucionar y reinventarse constantemente. El álbum, con su aire de sencillez y crudeza, fue el primer paso hacia una nueva identidad musical que, si bien tardaría en ganarse el respeto unánime, demostraba que el talento de Paul McCartney no necesitaba de la maquinaria Beatle para brillar.